Un ciudadano cualquiera
Recuerdo la Gran Recesión.
Recuerdo cuando tuve que emigrar a Suecia en el año 2009. Estas semanas de aislamiento por el coronavirus no son nada comparado con el año y medio de soledad y frío que viví allí.
Recuerdo la arrogancia allí a veces cuando explicabas por qué te habías ido de tu país, y las miradas veladamente inquisidoras que te culpaban de tus propias desgracias. Poco importaban los méritos que acreditases. Parecían “méritos de segunda” ya que a veces sentías que para ellos venían de un país culpable.
Recuerdo ver personas con menos capacidades que las mías mirarme de manera condescendiente. Personas que formaban parte de un engranaje que funcionaba, por las razones que fuera, y que no sabían que sus éxitos en realidad eran fruto de un sistema, no de sus propios logros.
Recuerdo a muchas personas parecidas a éstas tener pareja, casarse y tener hijos con veintipocos, y empleos bien remunerados con los que construían sus vidas. Personas que tenían problemas parecidos a los que vemos en las películas alemanas y suecas que ahora ponen en la 1 de Televisión Española y que a mí me parecían triviales e insignificantes en aquel entonces, y que en el fondo me provocaban cierta envidia insana.
También recuerdo a aquel ingeniero biomédico iraquí que preparaba las pizzas en la pizzería debajo del lugar donde me alojaba y que a veces parecía enfadado. Y pensaba, arrogante yo, que aun se podía estar peor. Por aquel entonces cobraba de una beca que me daba para los gastos justos del mes.
Recuerdo cuando acabó la beca, y comprendí que no me contratarían porque era más barato contratar a cinco becarios extranjeros que hacerme un contrato normal a mí. Fui orgulloso y apelé a lo justo cuando alguien me sugirió una extensión de la beca. Un error probablemente. Nunca lo sabré.
Recuerdo cómo estudiaba para aprender el idioma local, pero entre el estrés y que invertía parte de mi tiempo en teletrabajar en otros proyectos para aumentar mis ingresos (que no cobré) no conseguí aprender bien el idioma. Otro claro error.
Recuerdo cuando intenté montar una empresa en Suecia porque parecía más fácil intentar montar una empresa allí sin hablar el idioma que volver a mi país.
Recuerdo el día que apliqué para un trabajo de repartidor de periódicos en las madrugadas y no me cogieron. No daba el perfil.
Recuerdo el día que tuve que pedirle dinero a mi hermana porque mi cuenta estaba a cero euros y no tenía previsto ningún ingreso en las semanas próximas. No quisiera recordar más ese día porque todo era soportable hasta que mis problemas perjudicaban a gente que quiero. Nunca podré olvidar ni agradecer lo suficiente el apoyo.
Recuerdo que han pasado desde entonces más de diez años. Diez años en los que no he dejado de trabajar, a veces cobrando, otras sin cobrar. Siempre luchando por construir un presente y un futuro.
Hoy veo claramente que las decisiones que se tomaron en Europa podrían haber sido otras. Y que mucho de lo que sufrí podría haber sido innecesario. Lo supe cuando leí The Courage to Act (El Valor de Actuar), de Ben Bernancke, el exgobernador de la FED de EEUU, y lo confirmo ahora al ver la rapidez y contundencia de algunas acciones a nivel mundial.
No miro atrás con rencor pero sí con realismo y vocación de aprendizaje. El mismo que me gustaría ver en los responsables políticos de la Unión Europea.
Hoy leo a Josep Borrell, Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores, usar una metáfora de un barco en el que vamos todos y que ha chocado contra un iceberg en el que los camarotes del sur están dañados y los del norte solo tienen rasguños. No sé si se hunde o no el barco. Sé que no es razonable que los que han tenido la suerte (otros dirán mérito, otros, privilegio) presten a los que no la han tenido, lastrando los bolsillos solo de algunos cuando el agua empiece a entrar. Si es que el barco es de todos.
En el barco vamos muchas personas que han estado en Suecia y en otros países, que se enamoraron de muchas personas y lugares de Europa, y que a los casi cuarenta tenemos nuestros contratos laborales en suspenso, esperamos un hijo y poder tener una vida honrada y honrosa. Nada más. Nuestro ímpetu y lo que es más importante, nuestra moral, están intactos. Ésa, créanme, es garantía suficiente.
La calle donde yo vivía se llamaba Johanneberg. Por eso sé que berg es montaña en sueco y se pronuncia “beri”.
Pues eso, destruyamos esta montaña de hielo.






